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Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A Ilustración: foto Joyce George, Corbis / Cordon Press De la traducción, Benito Gómez Ibáñez, 2012 Paul Auster, 2012 c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria info@schavelzon.com Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cual-quier otro.
Tus pies descalzos en el suelo frío cuando te levan- tas de la cama y vas a la ventana. Tienes seis años. Afue-ra cae la nieve, y en el jardín las ramas de los árboles se están poniendo blancas.
Habla ya antes de que sea demasiado tarde, y con- fía luego en seguir hablando hasta que no haya más que decir. Después de todo, se acaba el tiempo. Quizá sea mejor que de momento dejes tus historias a un lado y trates de indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo desde el primer día que recuerdas estar vivo hasta hoy. Un catálogo de datos sensoriales. Lo que cabría denominar fenomenología de la respiración.
Tienes diez años, es pleno verano y hace un calor sofocante, tan húmedo y molesto que, incluso sentado a la sombra de los árboles del jardín, se te llena de sudor la frente.
Que ya no eres joven es un hecho indiscutible. Dentro de un mes cumplirás sesenta y cuatro años, y aunque eso no es ser demasiado viejo, no lo que todo el mundo consideraría una edad provecta, no puedes dejar de pensar en todos los que no han logrado llegar tan lejos como tú. Ése es un ejemplo de las diversas cosas que podrían no pasar nunca pero que, en realidad, han ocurrido. El viento en tu rostro durante la tormenta de nieve de la semana pasada. El espantoso aguijón del frío, y tú ahí fuera, en las calles desiertas, preguntándote qué te habría llevado a salir de casa con aquella rugiente tempestad, y sin embargo, aun cuando luchabas por mantener el equilibrio, estaba el júbilo de aquel viento, la euforia de ver las familiares calles empañadas de blanco, convertidas en un remolino de nieve.
Placeres físicos y dolores físicos. Placeres sexuales antes que nada, pero también el placer de la comida y la bebida, el de reposar desnudo en un baño caliente, de rascarse un picor, de estornudar y peerse, de quedar-se una hora más en la cama, de volver la cara hacia el sol en una templada tarde a finales de primavera o principios de verano y sentir el calor que se difunde por la piel. Innumerables ocasiones, no pasa un día sin algún instante o instantes de placer físico, y sin embar-go los dolores son sin duda más persistentes y obstina-dos, y en uno u otro momento han asaltado casi todas las partes de tu cuerpo. Ojos y oídos, cabeza y cuello, hombros y espalda, brazos y piernas, garganta y estó-mago, tobillos y pies, por no mencionar el enorme forúnculo que una vez te brotó en el carrillo izquierdo del culo, llamado lobanillo por el médico, lo que a tus oídos sonaba a dolencia medieval, y que durante una semana te impidió sentarte en una silla.
La proximidad que tu menudo cuerpo guardaba con el suelo, el cuerpo que te correspondía cuando tenías tres y cuatro años, es decir, la brevedad de la distancia entre tus pies y tu cabeza, y cómo las cosas en que ya no te fijas constituían entonces una presencia y preocupación constantes para ti: el pequeño mundo de reptantes hormigas y monedas perdidas, de ramitas caídas y abolladas chapas de botellas, de tréboles y dientes de león. Pero sobre todo las hormigas. Son lo que mejor recuerdas. Ejércitos de hormigas en marcha, subiendo y bajando de sus pulverulentos montículos.
Tienes cinco años, estás en cuclillas sobre un hor- miguero en el jardín, estudiando atentamente las idas y venidas de tus diminutos amigos de seis patas. Sin ser visto ni oído, tu vecino de tres años se acerca sigilosa-mente a tu espalda y te golpea en la cabeza con un rastrillo de juguete. Las púas te atraviesan el cuero cabelludo, la sangre te empieza a manar por el pelo y te corre hasta la nuca, y dando gritos entras corriendo en casa, donde tu abuela te cura las heridas.
Palabras de tu abuela a tu madre: «Qué hombre tan maravilloso sería tu padre. con que sólo fuera de otra manera.» Esta mañana, te despiertas en la penumbra de otro amanecer de enero, con una luz difuminada, grisácea, penetrando en el dormitorio, y ahí está el rostro de tu mujer vuelto hacia ti, los ojos cerrados, aún profunda-mente dormida, las mantas subidas hasta el cuello, asomando únicamente la cabeza, y te maravilla lo pre-ciosa que está, lo joven que parece, incluso ahora, trein-ta años después de la primera vez que te acostaste con ella, al cabo de treinta años de vivir bajo el mismo techo y compartir la misma cama.
También nieva hoy, y cuando te levantas de la cama y vas a la ventana, en el jardín las ramas de los árboles se están poniendo blancas. Tienes sesenta y tres años. Se te ocurre que durante el largo viaje de la niñez has-ta aquí rara vez ha habido un momento en que no hayas estado enamorado. Treinta años de matrimonio, sí, pero en los treinta anteriores, ¿cuántos caprichos y enamoramientos, cuántas pasiones, cuántos delirios y afanes, cuántas oleadas de loco deseo? Desde el comien-zo mismo de tu vida consciente, has sido un solícito esclavo de Eros. Las chicas que amaste de niño, las mujeres que quisiste ya hombre, cada una diferente de las demás, delgadas unas y otras rellenas, bajas y altas, intelectuales y atléticas, sociables y temperamentales, blancas y negras y algunas asiáticas, nada en su aparien-cia te importaba realmente, todo estaba en la luz inte-rior que percibieras en ella, la chispa del carácter, la llama de la identidad revelada, y esa luz la hacía bella para ti, aunque otros estuvieran ciegos ante la belleza que tú veías, y entonces te morías por estar con ella, cerca de ella, porque la belleza femenina es algo que nunca has podido resistir. Ya desde tus primeros días de colegio, en la clase del jardín de infancia, donde te enamoraste de la niña rubia de larga cola de caballo, la señorita Sandquist te castigaba a menudo por escon-derte con la niña de la que te habías prendado, los dos juntos haciendo travesuras en algún rincón, pero tales castigos no significaban nada para ti, porque estabas enamorado y entonces el amor era tu debilidad, como lo sigue siendo ahora.
El inventario de tus cicatrices, en particular las de la cara, que ves cada mañana al mirarte en el espejo del baño cuando te peinas o vas a afeitarte. Rara vez pien-sas en ellas, pero cuando lo haces, entiendes que son marcas que deja la vida, que el surtido de líneas irregu-lares grabadas en la piel de tu rostro son letras del alfa-beto secreto que narra la historia de quién eres, porque cada cicatriz es la huella de una herida curada, y cada herida era resultado de una inesperada colisión con el mundo; es decir, de un accidente, de algo que no debía ocurrir a la fuerza, porque por definición un accidente es algo que no sucede necesariamente. Acontecimientos contingentes en contraposición a hechos necesarios, y mientras te miras al espejo esta mañana comprendes que toda vida es contingente, salvo por el único hecho necesario de que antes o después tocará a su fin.
Tienes tres años y medio, y tu embarazada madre, de veinticinco, te ha llevado de compras con ella a unos grandes almacenes del centro de Newark. La acompa-ña una amiga suya, la madre de un niño de también tres años y medio. En cierto momento, tu pequeño camarada y tú os soltáis de vuestras madres y echáis a correr por los almacenes. Es un enorme espacio abier-to, sin duda la mayor estancia en que has puesto jamás los pies, y te estremeces visiblemente al poder transitar a la carrera por aquel gigantesco estadio cubierto. Al cabo, el niño y tú empezáis a lanzaros en plancha al suelo para deslizaros por la pulida superficie, paseando en trineo sin trineo, por así decir, y ese juego resulta tan agradable, procura un placer tan fascinante, que os volvéis cada vez más temerarios, más atrevidos sobre los objetivos que deseáis alcanzar. Llegáis a una parte de la planta donde están realizando obras de reparación o construcción, y sin molestaros en observar los obs- táculos con que os podríais topar, de nuevo os arrojáis en horizontal al suelo y surcáis la superficie lisa como el cristal hasta que, cobrando velocidad, os precipitáis hacia un banco de carpintero. Con un pequeño giro de tu menudo cuerpo, crees que vas a evitar el choque contra la pata de la mesa que se te viene encima, pero en lo que no te fijas en la fracción de segundo que empleas en cambiar de rumbo es en que de la pata sobresale un clavo, largo y lo bastante abajo para quedar a la altura de tu cara, y antes de que puedas detenerte, el clavo te atraviesa la mejilla cuando pasas volando junto a la pata. Se te desgarra la mitad de la cara. Se-senta años después, no tienes recuerdo alguno del ac-cidente. Te acuerdas de las carreras y las planchas, pero no del dolor, en absoluto de la sangre, y nada de cuan-do te llevaron al hospital a toda prisa ni del médico que te cosió la mejilla. Realizó un trabajo espléndido, decía siempre tu madre, y como el trauma de ver a su primo-génito con media cara arrancada nunca la abandonó, lo repetía muchas veces: algo que ver con un refinado método de doble sutura que redujo la señal al mínimo y evitó que te quedaras desfigurado para toda la vida. Podrías haber perdido el ojo, te aseguraba; o de mane-ra más dramática: Podrías haberte matado. Sin duda tenía razón. La cicatriz se ha ido haciendo cada vez más tenue con el paso de los años, pero sigue ahí siempre que la miras, y llevarás ese emblema de buena suerte (¡con el ojo intacto, aún vivo!) hasta que te vayas a la tumba. Cicatrices de cejas partidas, una en la izquierda y otra en la derecha, casi perfectamente simétricas, la primera causada por una embestida a toda marcha contra un muro de ladrillo jugando al balón prisionero en una clase de gimnasia de la escuela primaria (apare-ciste durante días con un ojo enormemente morado, que te recordaba una fotografía del boxeador Gene Fullmer, derrotado por Sugar Ray Robinson en un combate para el campeonato más o menos en la misma época), y la segunda producida a los veintipocos años cuando al lanzar un gancho en un partido de balonces-to al aire libre, te empujaron por detrás y te estampas-te contra el poste metálico que sujetaba la canasta. Otra cicatriz en la barbilla, de origen desconocido. Quizá producida por una caída en la primera infancia, un porrazo contra la acera o una piedra que te abrió el mentón y te dejó señal, aún visible siempre que te afeitas por la mañana. Ninguna leyenda acompaña a esa cicatriz, tu madre nunca te habló de ella (al menos que recuerdes), y te parece extraño, si no del todo des-concertante, que esa marca permanente se te grabara en la piel por lo que sólo puede denominarse una mano invisible, que tu cuerpo haya sido territorio de aconte-cimientos ya borrados de la historia.
Es junio de 1959. Tienes doce años, y dentro de una semana terminarás con tus compañeros de sexto la enseñanza primaria que cursas desde los cinco años. Hace un día espléndido, finales de primavera en su más luminosa encarnación, el sol derramándose desde un cielo azul sin nubes, calor pero no demasiado, escasa humedad, una brisa suave removiendo el aire y mecién-dose en tu nuca, en tu rostro, en tus brazos desnudos. En cuanto se acaban las clases, te largas a Grove Park con tu pandilla de amigos a jugar un partidillo de béis-bol. Grove Park no es tanto un parque como una espe-cie de campo municipal, un amplio rectángulo de césped bien cuidado flanqueado de casas por los cuatro costados, un sitio agradable, uno de los espacios públi-cos más encantadores de tu pequeña ciudad de Nueva Jersey, y sueles ir allí con tus amigos a jugar al béisbol, porque eso es lo que más te gusta, y juegas durante horas y horas sin cansarte ni un momento. No hay presencia de adultos. Establecéis vuestras propias reglas de juego y arregláis desacuerdos entre vosotros; en su mayor parte con palabras, de vez en cuando con los puños. Más de cincuenta años después, no recuerdas nada del partido jugado aquella tarde, pero sí te acuer-das de lo siguiente: el partido ha concluido, y estás solo en medio del cuadro, jugando a recoger la pelota, es decir, tirando la bola hacia lo alto y siguiendo su ascen-so y descenso hasta que aterriza en tu guante, momen-to en el cual vuelves a arrojar la pelota al aire, y siempre que la tiras llega más alto que la vez anterior, con lo que al cabo de varios lanzamientos llegas a alturas sin pre-cedentes, la bola ya se sostiene muchos segundos en el aire, la pelota blanca subiendo frente al claro cielo azul, y estás entregado con todo tu ser a esa estúpida activi-dad, tu concentración es total, nada existe ahora salvo la bola, el cielo y tu guante, lo que significa que tienes la cara vuelta hacia arriba, que estás mirando a lo alto mientras sigues la trayectoria de la pelota, y por tanto ya no eres consciente de lo que ocurre en el suelo, y lo que pasa en la tierra mientras miras al cielo es que algo o alguien va a chocar inesperadamente contigo, y el impacto es tan súbito, tan violento, de fuerza tan abru-madora que caes derribado en el acto, sintiéndote como si te hubiera atropellado un carro blindado. Lo más fuerte del golpe se lo lleva tu cabeza, la frente en par-ticular, pero el torso también resulta maltrecho, y mientras estás tendido tratando de recobrar el aliento, aturdido y casi inconsciente, ves que te sale sangre de la frente, no, no te sale, te mana a borbotones, así que te quitas la camiseta blanca y la aprietas contra el pun-to sangrante, y en cuestión de segundos la camiseta blanca se vuelve completamente roja. Los demás chicos se asustan. Acuden precipitadamente hacia ti para hacer lo posible por ayudarte, y sólo entonces comprendes lo que ha pasado. Parece que uno de tus amigos, un bru-to larguirucho, de buen corazón, llamado B. T. (recuer-das su nombre pero no lo vas a divulgar aquí, porque no quieres ponerlo en evidencia; si es que aún vive), estaba tan impresionado por tus imponentes lanzamien-tos a gran altura que se le metió en la cabeza participar en el juego, y sin molestarse en avisarte de que él tam-bién iba a recoger uno de tus lanzamientos, echó a correr hacia la bola que descendía, mirando hacia arri-ba, claro está, y con la boca desencajada de aquella forma suya zafia y torpe (¿qué persona corre con la boca abierta de par en par?), y cuando se estrelló contra ti un momento después, corriendo a galope tendido, los dientes que le asomaban por la boca abierta se te cla-varon directamente en la cabeza. De ahí la sangre que te chorrea, de ahí la profundidad de la herida por en-cima del ojo izquierdo. Afortunadamente, la consulta del médico de cabecera de tu familia está justo enfren-te, en una de las casas que flanquean el perímetro de Grove Park. Los chicos deciden llevarte inmediatamen-te allí, y así cruzas el parque, sujetándote la ensangren-tada camiseta sobre la cabeza en compañía de tus amigos, cuatro de ellos quizá, tal vez seis, ya no te acuerdas, e irrumpís en tropel en la consulta del doctor Kohn. (No has olvidado su nombre, como también recuerdas el de tu maestra del jardín de infancia, la señorita Sandquist, y el de los demás profesores que tuviste de niño.) La recepcionista os dice a ti y tus amigos que el doctor Kohn está viendo a un paciente en ese momento, y antes de que pueda levantarse de la silla para informar al médico de que hay una urgencia que atender, tus amigos y tú entráis con paso firme en la sala de consulta sin molestaros en llamar. Os encon-tráis al doctor Kohn hablando con una mujer regorde-ta de mediana edad sentada en la camilla de reconoci-miento y vestida únicamente con bragas y sostén. La mujer emite un grito de sorpresa, pero en cuanto el doctor ve la sangre que te brota de la herida, dice a la mujer que se vista y se vaya, a tus amigos que se esfu-men, y luego se apresura a emprender la tarea de coser-te la herida. Es un procedimiento doloroso, porque no hay tiempo de administrar anestesia, pero haces lo que puedes por no dar alaridos mientras te ensarta los pun-tos entre la piel. Su trabajo quizá no sea tan brillante como el ejecutado por el médico que te cosió la mejilla en 1950, pero resulta eficaz a pesar de todo, porque entonces no te desangraste y ahora no tienes un aguje-ro en la cabeza. Unos días después, asistes con tus compañeros de sexto curso a la ceremonia de gradua-ción de la escuela primaria. Te han elegido portaestan-darte, lo que significa que debes llevar la bandera esta-dounidense por un pasillo y colocarla en el salón de actos en un soporte ya dispuesto en el escenario. Tienes la cabeza envuelta en un vendaje blanco de gasa, y como de cuando en cuando te rezuma un poco de sangre por donde te dieron los puntos, se va extendiendo una gran mancha por la gasa blanca. Después de la ceremonia, tu madre te explica que cuando ibas por el pasillo con la bandera, le recordabas un cuadro con un héroe mal-trecho de la Guerra de Independencia. Ya sabes, dice, como el de The Spirit of ’76.
Lo que ejerce presión sobre ti, lo que siempre ha ejercido presión sobre ti: el exterior, es decir, la atmós-fera; o bien, más concretamente, tu cuerpo en medio del aire que te rodea. Las plantas de los pies ancladas en el suelo, pero el resto de ti expuesto al aire, y ahí es donde comienza la historia, en tu cuerpo, en donde todo terminará también. De momento, estás pensando en el viento. Más adelante, si hay tiempo, pensarás en el calor y el frío, las infinitas variedades de lluvia, las nieblas que has atravesado a tientas como un hombre sin ojos, el demencial tamborileo del granizo, como de ametralladora, repiqueteando en la tejas de aquella casa del departamento de Var. Pero es el viento lo que aho-ra te llama la atención, porque el aire rara vez está quieto, y más allá del hálito apenas perceptible de la nada que en ocasiones te rodea, hay brisas y cadencias que flotan, las súbitas ráfagas y borrascas, el mistral de tres días que más de una vez soportaste en aquella casa con techumbre de tejas, los vientos del nordeste que barren la costa atlántica con aguaceros que calan hasta los huesos, las tormentas y huracanes, los ciclones. Y ahí estás, hace veintiún años, recorriendo las calles de Ámsterdam camino de un acto que han cancelado sin tu conocimiento, procurando cumplir diligente-mente con el compromiso que has contraído, a la in-

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